Por Jorge Arturo Diaz Reyes, 27 de junio del 2014
Germán Wolff y el autor. Foto: Vanessa García |
Ya no hay tiempo para
buscar hotel. La corrida primero. ¡Qué sol! Criado Holgado mandó un encierro
alto, muy armado, con poder, duro, áspero -al que no le faltó sino morder-
dijo uno al final. Seguro no se lo quiso torear nadie más.
Nadie más que tres
paisanos necesitados, en una plaza casi vacía, digo: Juan Carlos Landrove,
un veterano de La Línea, Juan Muriel y José María Soler, dos
jóvenes algecireños. Lo de siempre: a torero modesto, toro grande y billete
chico.
Landrove, con la primera fiera,
pleno de ilusión y ayuno de mando, se dio todo. Desbordado, puso el cuero como
argumento, sufrió dos malas cogidas y una de las cornadas más graves de toda la
temporada, veinticinco centímetros dentro del vientre. Mientras le operaban
sonaron los tres avisos para Muriel, quien espantado no pudo matar al
ofensivo "Sabanero".
De allí en adelante no
fue sino esperar la tragedia en cada viaje. De suerte no volvió. Todos teníamos
miedo, no solo los toreros. Muriel apenas logró unas posturas, y Soler,
desaforado, intentó muchas cosas pero no pudo parar sus pies.
Bajando de la plaza, las
casetas feriales bullían en flamenquerías, nos quedamos un rato por ahí, viendo
bailar, y después fuimos a buscar hospedaje. No encontramos.
Ya bien entrada la noche
tomamos la carretera de Tarifa, cansados, sin saber bien donde íbamos. Unos
diez kilómetros adelante, cuando conversábamos sobre cuanto pudieron parecerse
las corridas antiguas a la de hoy, saliendo de una curva vimos el "Mesón
de Sancho" y hasta ahí llegamos.
Nos dieron cabañas frente
a una plácida piscina rodeada de altos árboles. Más tarde comprobamos que
habíamos acertado, que se estaba bien y se comía mejor, que no era caro y que
allí paraba Curro Romero, cuyo largo y esencial monólogo autobiográfico
venía devorando Germán desde Madrid. Pura suerte. Fue nuestra base en la feria.
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