miércoles, 29 de octubre de 2014

ÚLTIMA TARDE CON MANZANARES - VIÑETA 71

Mi última tarde con Manzanres

Por Jorge Arturo Diaz Reyes 29 de octubre del 2014


Era 12 de enero del 2005. Última de feria. Manizales, la plaza de bote en bote, para el mano a mano con Cesar Rincón, aguardaba su llegada, tras muchos años de no verle, con una ilusión ensombrecida por la certeza de que sería la última vez de luces allí. El tiempo lo confirmó.

Entró sereno al patio de cuadrillas atestado. Una media sonrisa casi tímida, como si quisiera pasar desapercibido. Fue recibiendo saludos y abrazos, de viejos que le adoraban y ya se fueron antes que él; Vicente “El Gallego” Blanco, Ramón Ospina, Hernando Espinoza Bárcenas, Orlando Pión y muchos más, no reprimieron su cariño, ni ocultaron su emoción.

Se olvidaron de César. Nunca fui manzanarista, ni “ista” de nadie. Gasté años tratando de comprender por qué los mejores aficionados que conocía lo eran, por qué su idolatría, por qué “torero de toreros”. Me podían su indolencia, su facilismo y la pesadumbre de las tardes perdidas.
En eso coincidí con cierta parte del público de Las Ventas que le vio 107 faenas, y solo le premió trece, menos de la tercera parte de las que premio a Camino o a El Viti con bastantes menos toros. Vino a nueve ferias de Cali, toreó 26 corridas y no ganó nunca el "Señor de los Cristales". Ya sé, el toreo es arte que no tolera la vulgar estadística, solo cito para explicarme.

Así andaba yo, a uno y otro lado del Atlántico, década tras década, de punta con mis amigos, enemigos, y casi todos. Hasta conmigo mismo, sin hallar argumentos, sin descubrir la esencia, cuestionando mi afición, mi sensibilidad y a ratos culpándome.
Los escogidos y cómodos toros de Las Ventas, embistieron. César, a vuelta del retiro, favorecido en el sorteo, se dio un banquete. Cortó cinco orejas e indultó al sexto. La plaza era un vórtice rinconista y patriotero, mientras José María, discreto como había llegado, casi convidado de piedra, como si no quisiera proyectar la más mínima sombra sobre el dueño de la fiesta, había despachado sus primeras faenas con una sobriedad rayana en la nada.

Lo sabía, me decía mentalmente, pues “El Gallego”, micrófono en mano, a mi lado, no me lo hubiese perdonado. En esas estaba, escéptico, esperando la salida en hombros de Rincón, cuando de pronto, diagonal a la puerta, en el tercio, inmóvil, recto, embarcó al quinto en cinco redondos a media altura, por la derecha, tan lentos y suaves, tan delicados y dulces, tan rimados y naturales que fueron un éxtasis, una epifanía. Me abrumaron y me lo explicaron todo repentinamente, de una. No los he olvidado, no los olvidaré jamás.
Lo que siguió fue un recital del toreo suave, acariciador, ese que para los otros había hecho de su nombre sinónimo de arte. Sin duda esa faena es una de las más exquisitas que esta afición haya presenciado. Tras un pinchazo y una estocada honda, una oreja pareció premio miserable.

Era eso, era eso lo que habían visto y yo no, creo. El deslumbramiento de la  estética íntima, única, insoslayable. Ahora que Manzanares se ha ido igualmente, de manera tan delicada, inesperada y conmovedora, esa obra que bordó en Manizales, vuelve a mí, converso tardío, recordándome que casi muero sin comprenderlo. Qué tristeza, tu muerte torero.

sábado, 25 de octubre de 2014

VIÑETA 70 LA FERIA DESMADRADA

La feria desmadrada
Por Jorge Arturo Diaz Reyes 26 de octubre del 2014

Cali siempre ha sido de toros, y cuando el 28 de diciembre de 1957, por la tarde, "Resoplón" de Clara Sierra saltó el ruedo, sólo inauguró su más reciente plaza, Cañaveralejo. Bueno, también inauguro la feria, la primera. Cinco corridas.

Fue tal el entusiasmo despertado que al año siguiente una rumba general se les agregó con cabalgata, gallos, música, bailes, licor, desfiles, reinados y folclor, haciendo de ellas, con sus preámbulos y remates, el epicentro de la enorme jarana.

La plaza hervía con el mismo fuego de las calles ganando un ambiente que término caractérizandola. En Cali, la feria son los toros, decían todos, ensombrerados y con el poncho al hombro. Esa unión entre la joven madre y su primogénita, fiestera y alocada, hizo de las dos una, pese a que desde su nacimiento está última, tuvo su propia programación y dirección a cargo de personajes designados por los políticos de turno.

Así, de año en año, de fiesta en fiesta, de trago en trago,  han envejecido alegres, juntas e inseparadas. Pero de un tiempo acá, la hija no sólo ha comenzado a independizarse, sino a malquerer a su madre hasta el punto de negarla.

Y el feo desafecto filial parece venirle, más que de su propio corazon, del de sus transitorios directivos (burócratas antitaurinos o taurinos vergonzantes algunos), dueños designados de alegrías ajenas. No, no es una impresión subjetiva. La revista oficial de la feria (año 3, número 7), publicada por la alcaldía y Corfecali, lo constata.

En todo el fascículo, desde el editorial, firmado por el señor alcalde (supuesto aficionado), pasando por el "programa oficial de la feria", hasta la contraportada, no hay una sola mención a los toros, ni una sola. Según eso, no tienen arte ni parte. A cambio, abundan actividades masivas cuya programación simultánea con las corridas les compiten, y entorpecen el desplazamiento y la concurrencia del público a la plaza.

Un programa, valga señalarlo, centrado casi exclusivamente en la salsa, ritmo neoyorkino de moda, que no solo han querido convertir en folclórico, sino en la única expresión cultural de la ciudad.

Monotemático esnobismo que desconoce todas las ricas tradiciones y hondas raíces, entre ellas la fiesta de los toros, la más culta, según García Lorca, y que ha estado aquí desde la misma fundación por don Sebastián de Belalcazar en 1536. Es la ignorancia, es el abuso, es el desmadre.

sábado, 18 de octubre de 2014

VIÑETA 69 - TRABA Y BOTERO EN NUEVA YORK

Traba y Botero en Nueva York

Por Jorge Arturo Diaz Reyes 19 de octubre del 2014
Amaba yo a Marta Traba, su bocota, su capul azabache, su pequeña estatura, su talle, sus pantorrillas robustas, su vocecita de niña, su cantarín acento argentino, su torrencial retórica, su recia feminidad, su pasión por el arte y las causas perdidas.

La amaba sin hablarle, no creo que supiera nunca de mi existencia. Pero no perdía en las noches su programa de televisión a blanco y negro, y fui asiduo del Museo de Arte Moderno de la Universidad Nacional, que ella fundó, solo por mirarla y oírla. Leía sus escritos por suyos más que por otra cosa. Era casi un quinceañero. Fue hace más de medio siglo.

Veinte años después Marta, hija de gallegos, cayó del cielo sobre Madrid, en un avión que despegó hacia Bogotá y jamás llegó. No he conocido una mujer que se le parezca. Me sigue doliendo su muerte, como el primer día. La perdimos todos. Cuantas cosas dejó sin hacer su inteligencia interrumpida.

Acabo de leer que Fernando Botero, el pintor, lanza otro libro en Nueva York, capital del éxito. Una tauromaquia con ciento setenta y  cinco obras. Marta no era de toros, pero la noticia me la trae de nuevo, vívida, pues entre la muchas cosas que le regaló a Colombia fue habernos mostrado una generación de jóvenes pintores, que a lo mejor sin ella nunca hubiésemos visto ni valorado: Alejandro Obregón, Enrique Grau, Edgard Negret y por supuesto, Fernando Botero entre otros.

Botero venderá mucho y bien su libro, como vende todo lo que firma. Qué lejos está el hambre de artista pobre allí mismo. Su pintura plana, desproporcionada, costumbrista, de dibujo infantil, primitivista, caricaturesco, sin perspectiva, tan consumida y alabada, tan populachera, no me conmueve, y la taurina menos. Siempre, he intuido, por allá en el fondo, que como el mismo declara, la frecuenta porque “Los toros hacen la vida fácil al pintor” y porque “me faltó coraje para ser torero”.

Pero juro que si Marta, su hada madrina, se dignara resucitar y hablarme, y me preguntara si me gusta la pintura de su exitoso ahijado, y a mí me saliera voz para contestarle, le diría de inmediato que sí, que toda, solo por no contrariarla.

jueves, 2 de octubre de 2014

VIÑETA 68 - LA OREJA DE CANTINERO

La oreja de Cantinero

Por Jorge Arturo Diaz Reyes 30 de septiembre del 2014

El 30 de septiembre de 1915 por la tarde, José Gómez Ortega, en la cumbre de su gloria, ataviado de nazareno y azabache, cruza el ruedo de la llena y soleada "Maestranza" para matar, él solo, seis toros de Santa Coloma. Tenía 20 años.

Deshecho el paseíllo, estalla la ovación que fue la tónica en las primeras cuatro lidias. El quinto, "Cantinero", negro, lucero, cornicorto, mata dos caballos tomando cuatro varas, y arremete fiero a los floridos quites. Torero de todos los tercios, a son de pasodoble clava tres pares con galleos, recortes y clamor.

La muleta ejecuta "una de las faenas más enormes que se han presenciado en el coso sevillano", según la crónica de Onarro al otro día en el Noticiero de Sevilla. Abierta con el pase de la muerte, seguido de naturales, transcurre jaleada sobre un ruedo lleno de sombreros. "Gallito" recoge uno lo cuelga del pitón y luego lo devuelve al feliz aficionado. A volapié mata desatando la tempestad de pañuelos y gritos que obligan la concesión de la oreja.

Una oreja, la primera otorgada en 178 años de la plaza. La primera también para un torero histórico que llevaba, desde novillero, casi un lustro asombrándola con sus hazañas, sin haberla obtenido.

Los testimonios recogidos por Pierre Arnouil e Ignacio de Cossío, quienes incluyen esta, entré las 30 "Gandes faenas del siglo XX", (Espasa Calpe, S.A., Madrid 1999) nos permiten revivirla tras un siglo, y pensar en lo que se debía ser y hacer entonces para cortar una oreja en Sevilla.