Mi última tarde con Manzanres
Por Jorge Arturo Diaz
Reyes 29 de octubre del 2014
Era 12 de enero del 2005. Última de feria. Manizales,
la plaza de bote en bote, para el mano a mano con Cesar Rincón, aguardaba su
llegada, tras muchos años de no verle, con una ilusión ensombrecida por la
certeza de que sería la última vez de luces allí. El tiempo lo confirmó.
Se olvidaron de César. Nunca fui manzanarista, ni “ista”
de nadie. Gasté años tratando de comprender por qué los mejores aficionados que
conocía lo eran, por qué su idolatría, por qué “torero de toreros”. Me podían su
indolencia, su facilismo y la pesadumbre de las tardes perdidas.
En eso coincidí con cierta parte del público de Las
Ventas que le vio 107 faenas, y solo le premió trece, menos de la tercera parte
de las que premio a Camino o a El Viti con bastantes menos toros. Vino a nueve ferias de Cali, toreó 26 corridas y no ganó nunca el "Señor de los Cristales". Ya sé, el
toreo es arte que no tolera la vulgar estadística, solo cito para
explicarme.
Así andaba yo, a uno y otro lado del Atlántico, década
tras década, de punta con mis amigos, enemigos, y casi todos. Hasta conmigo
mismo, sin hallar argumentos, sin descubrir la esencia, cuestionando mi afición,
mi sensibilidad y a ratos culpándome.
Los escogidos y cómodos toros de Las Ventas, embistieron. César, a vuelta del retiro, favorecido en el sorteo, se dio un
banquete. Cortó cinco orejas e indultó al sexto. La plaza era un vórtice
rinconista y patriotero, mientras José María, discreto como había llegado, casi
convidado de piedra, como si no quisiera proyectar la más mínima sombra sobre
el dueño de la fiesta, había despachado sus primeras faenas con una sobriedad
rayana en la nada.
Lo sabía, me decía mentalmente, pues “El Gallego”,
micrófono en mano, a mi lado, no me lo hubiese perdonado. En esas
estaba, escéptico, esperando la salida en hombros de Rincón, cuando de pronto, diagonal
a la puerta, en el tercio, inmóvil, recto, embarcó al quinto en cinco redondos
a media altura, por la derecha, tan lentos y suaves, tan delicados y dulces, tan
rimados y naturales que fueron un éxtasis, una epifanía. Me abrumaron y me lo
explicaron todo repentinamente, de una. No los he olvidado, no los olvidaré
jamás.
Lo que siguió fue un recital del toreo suave,
acariciador, ese que para los otros había hecho de su nombre sinónimo de arte.
Sin duda esa faena es una de las más exquisitas que esta afición haya
presenciado. Tras un pinchazo y una estocada honda, una oreja pareció premio
miserable.
Era
eso, era eso lo que habían visto y yo no, creo. El deslumbramiento de la estética íntima, única, insoslayable. Ahora
que Manzanares se ha ido igualmente, de manera tan delicada, inesperada y conmovedora, esa obra que bordó
en Manizales, vuelve a mí, converso tardío, recordándome que casi muero sin
comprenderlo. Qué tristeza, tu muerte torero.
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