Triunfo tras triunfo, puerta tras puerta, taquilla
tras taquilla cayendo a su paso. Así ha sido la temporada 2022 del joven
peruano. Y así llegó el sábado a Sevilla. Donde sorprendentemente no triunfó ni
“abrió la puerta”, pero volvió a reventar la venta y la reventa. Cosa que no
pudo emular ni siquiera el divinizado Morante, dos días después de una faena histórica,
con apenas tres cuartos imperdonables de entrada.
El asunto en últimas es el parné. Lo que importa, no
solo a los empresarios, a todo el mundo taurino. Incluida la crítica que se fatiga
y fatiga proponiendo alquimias. Dinero, sustento de la Fiesta que había cerrado
el 2018 con un anémico balance. Quebrado después en los tres pestíferos años que
siguieron. Plazas tapiadas, ferias canceladas, clientela
encuarentenada, torería en paro, toros al matadero… ganaderías enteras. Crisis,
crisis. Solo un milagro, pensábamos. Y entonces, por marzo, volvió Andrés a España
con su mutismo, su sangre fría y sus largas piernas, a estacarse en el terreno
del toro (el bueno y el malo), aguantarlo, pasárselo por todas partes, ligándolo,
templándolo y mandándolo, a despecho de querencias, fobias y estilismos. Impertérrito, arriesgándolo todo, soportándolo todo, sobreponiéndose
a todo. Sin palabras, con hechos. Abrumando. Y los públicos a él, como ha
sucedido siempre con los que así los impactan. ¡Quiero dos para Roca Rey! exigen
amontonados en las ventanillas, recordando esos sesenta de Manuel Benítez, a
quien también algunos ponían peros taurómacos, que no hacían sino estimular su
demanda. El torero de masas no necesita mercadotecnia. Cada
quien lo valora como le conviene, pero todos quieren verlo. Esa es la cosa. Ningún
espada latinoamericano desde los buenos tiempos de Rincón, lo había demostrado
con tanto tirón. Y al menos en la última década, cuando tanto se necesitó, ningún
europeo. Sin coreografía, disfraces, poses, ni discursos. Parco,
apenas contestando a la prensa, por no hacer el patán, va de ruedo en ruedo con
su capote, muleta y espada, como aquel mitológico rey frigio convirtiendo en
oro cuánto contrato toca, y de paso salvando la Fiesta. ¿No es lo que queríamos?
Mientras en América la
impostura transideológica criminaliza la tauromaquia, y en España la barbarie
ilustrada pugna por amputarla de la cultura y la vida, mirar, aunque solo sea por
televisión, hacia la Francia libre reconforta. Por ejemplo, ayer en Dax, al cierre de su feria “Toros y salsa” (nombre
frívolo, pero con mucho devoto público), los toros de Fraile, moderados de volumen
y armas, cuatro con el hierro del Puerto de San Lorenzo, y primero y sexto con
el de Ventana del Puerto, abrieron un menú de diversas opciones lidiadoras a
una terna sevillana que ofició con sus distintas personalidades en una corrida
de contenido. Un Luque cuasi perfecto, un Morante más allá del arte y un Juan Ortega de
inefable exquisitez, interpretaron cada cual a su manera los respectivos lotes.
Llevando la tarde de la sima a la cima y de nuevo a la sima. Primero el manso
al que José Antonio no le dedicó el menor esfuerzo y le malmató, entrando seis
veces a paso de banderillas, las cinco primeras contra hueso y la última
estocada corta de tardo efecto. Su grey se dividió. Pero con el cuarto, enrazado y exigente, que se le coló al primer viaje,
mostró que su atuendo reminiscente del toreo romántico no solo es para el
consumo de noveleros, que también trae dentro un lidiador acorde al ornato.
Peleón, se trenzó de tu a tu con el sedicioso en nueve lances y medio, más una
larga de la cual salió desarmado y perseguido, pero no desairado. Pues el acoso puso de presente lo seria que
iba la cosa. No fue una faena limpia, no fue una faena de languidez ni
floritura, fue una reyerta fiera, que la banda y la grada sintieron hondo desde
la primera tanda, de seis ayudados altos y bajos, natural, molinete, ayudado,
natural y pecho. Algunos de moderna postura y compostura, y otros a la antigua.
Y así toda la brega, larga e intensa de lado y lado. Una estocada total arriba con
poca muerte, que atrajo un aviso tardío y una espera impertérrita del maestro,
lejos, acodado en tablas. Rodó al fin “Langosto” y la petición de oreja
no fue toda la que mereció la muy significativa faena. El tercero, alegre y noble, pero a menos. Juan
Ortega brindó con él las cosas más bellas de la tarde. Entre verónicas de
saludo y delantales de quite, su inicio genuflexo con la muleta, los
adicionales de remate, los seis naturales redondos, lentísimos, templadísimos y
ligadísimos echaron las campanas al vuelo. La obra sostuvo la tesitura sublime
hasta que “Buscarillo” perdió celo, la porfía sobró, y la media espada
en sitio, aviso y descabello dieron un cierre innjusto. El Algabeño había saludado, tras su segundo
expuesto par del cual salió perseguido y por poco cazado en tablas. Con el
sexto, mansurrón, el trianero atercó lo imposible llevando al aburrimiento: Seis
pinchazos, un aviso y un descabello. Le faltó medida a Juan en ambos turnos. Luque, sin mácula con un noblote soso y también
con el bravo de la tarde. Si con el uno la falta de transmisión nubló la
exactitud del toreo, con el otro alcanzó la cima como decía. “Malvarrosa”,
cornivuelto, negro, número 134, de 538 kilos, atacó pronto y de largo desde que
salió hasta que murió. Tomó a galope desde los medios las dos varas de Juan de
Dios. Con igual brío las tres chicuelinas y la revolera del quite de Ortega,
las cuatro cordobinas, media y larga del de Luque y se les fue encima a los
banderilleros. Se dolió, quizá la única peca. Luego, siguió la muleta, fijo, codicioso y
repetido, circundando al torero que no e concedía un milímetro de terreno. “Zocato”
diría en le callejón: “a Luque hay que contarle no los pasos que da sino los
que no da”. Quietud, economía, precisión, estética y emoción. La plaza
rugía ¡Luque, Luque! y para terminar en los medios, tres naturales en círculo,
cuatro luquesinas a toro uncido y un estocadón hasta la bola que hizo incuestionables
las dos orejas y la puerta grande. Viendo la desaprensión
del público, recordé que en los Campos Eliseos de Paris, bajo una estatua del
general De Gaulle, hay una frase suya. “La historia de Francia es la de un
compromiso eterno con la libertad”. Que incluye la tauromaquia, por
supuesto.
En esta era del todo
es desechable, la gloria también. Incluso la torera, de la cual Antonio
Caballero decía era la más gloriosa. Cuánto “jugarse la vida”, cuánta “faena
del siglo”, cuánto “héroe” a hombros, cuánto toro “de bandera”, cuánto encierro
“histórico”… ¿Cuánto dura el recuerdo?
Si solo han pasado nueve
días y ya se difumina el de “Cotorrito”, por ejemplo.Bueno, comenzamos
a olvidarlo desde que Don Matías González, presidente de la plaza de Bilbao, le
negó el indulto, que nadie pidió, y la vuelta al ruedo a su arrastre, que
pidieron los pocos qué asistieron, refundiendo su memoria entre la montonera de
los que sin tales distinciones han pasado por allí, este y todos los años anteriores. Olvidándolo, cómo todas
esas cosas que compramos, usamos un momento y botamos al basurero. Basurero que
ya no cabe en este mundo consumista, o mejor, en el que convertimos al mundo. Y
comenzamos a olvidarlo pese a los ditirambos de la prensa y a los buenos deseos
de perennidad con que los jurados le otorgaron, sus trofeos al “toro más bravo”
de la feria. Seis años, astifino,
colorado, 529 kilos, número 36 y el hierro de Santiago Domecq. Le salió tercero
aquella tarde al debutante Leo Valadéz. Pronto y codicioso a
los capotes de saludo y quites, a los dos puyazos de “Puchano”, a las banderillas
de Vivas y Herrera. Salió de los dos primeros tercios con su furor íntegro, alta
nota y clamor popular. Fijo y sin desmayo atacó abajo, a diestra y siniestra la
muleta, en lidia larga y leal que pudo rozar el medio centenar de arremetidas. Cuando la estocada en
la cruz le derribó, las peticiones de segunda oreja y vuelta para el arrastre fracasaron,
y la ovación de consuelo se apagó pronto, pues venía el torero por la suya. Pero todo esto es ya noticia
vieja, para un tiempo en el que según el “Tuerto López”, poeta impío, se vive como las cosas en los escaparates… a la
espera del desecho propio.