Antonio Aparicio Herrero
Por Jorge Arturo Diaz Reyes, 21 de agosto del 2014
Antonio Aparicio durante la guerra civil española |
De
todo cuanto puede
el diestro
ejecutar sobre la arena,
nada
en mérito excede,
dentro
de la faena,
al
pase natural, música plena...
Las aliteraciones que subvierten el verso, no
deben ser accidentales. Así era el poeta,
contrario, insumiso, retador. Así pensó, vivió y cantó. Como Quevedo, su
asombro.
Así escapó del bombardeo alemán en Alcalá, y de
la temprana muerte que le atravesó el cuello buscándolo en la batalla del
Jarama, y, luego, de la prisión de guerra. Perseguido, expatriado, errante por Hispanoamérica,
Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, México, y Venezuela que por medio siglo fue su
segunda nación.
De Andalucía trajo lo que tenía puesto, lo
que no podían quitarle, la cultura, y con ella, la poesía y el amor a
la Fiesta. Maldito, prohibido, ignorado, solo cuarenta años después de su fuga se
le volvió a publicar allá donde nació. El ayuntamiento de Sevilla escogió entre
sus libros, “Gloria y memoria del arte de
torear” para presentarlo de nuevo. Era 1981.
Es una tauromaquia musical, bella, honda,
tal como la de su tierra. Sesenta y ocho poemas en ocho apartes recrean el
toreo con un concepto y un sentimiento personal de aficionado, desde el alumbramiento del toro
hasta su muerte ritual. Todo está ahí, comprendido, iluminado, rimado. Las
escuelas taurinas bien podrían usarlo como cartilla de primeras letras.
Íntimo de Neruda, Lorca, Hernández, Alberti, compartió con ellos la tragedia, pero también el genio con que honró nuestra
lengua. Este libro poco popular, de su reivindicación, es joya de la literatura
taurina, y él uno de sus más brillantes creadores. Murió lejos del Arenal, hace
catorce años, a los ochenta y cuatro, cuando en la ciudad que le acogió, Caracas, ya
no se daban toros.
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