Por Jorge Arturo Diaz Reyes, 6 de julio de 2014
Los primeros contactos que tuve con la fiesta fueron auditivos, no visuales. Conversaciones de mi padre y sus amigos. Competencias de recuerdos, a cual más brillante, admirable, o espantoso.
Pero sentidos, presenciados, vividos. Nada de citas. Las referencias de terceros no valían, las lecturas tampoco. El estuve ahí, fui parte, no el me contaron, era lo esencial.
Ahora pienso, no entonces, que tratándose del yo, en aquellos enfáticos relatos, la imaginación suplía la memoria, la retórica el rigor, y el estiló la trascendencia. Literatura oral.
Por fuerza, el pequeño universo de acontecimientos taurinos, regionales los más, nacionales los menos, obligaba repeticiónes y variaciones. Aceptadas. Literatura, sí.
Nombres de
plazas, ganaderías, toros, toreros, lances, trances, cogidas, cornadas,
estocadas, broncas, triunfos, hazañas, vergüenzas... palabras y palabras, caían
en oídos, infantiles construyendo un espacio irreal, habitado por imágenes no
vistas, donde algo común les infundia contenido, respeto y devoción.
Ese algo,
no sabía qué, trascendía esas historias, haciéndolas conmovedoras, admirables, dignas
de haber sido vividas y contadas, una y otra vez.
Luego
descubrí que como las escritas en los libros, aquellas habladas también estaban
unidas por unas mismas, tres o cuatro ideas. Y leí de alguien, quizás de
Borges, que la literatura toda gira sobre unos pocos temas. Constantes
preocupaciones humanas. Honor, valor, vida, muerte... dan sentido, engrandecen
y hasta sacralizan hechos que sin ellas
no serían más que insensateces. Eso era. Eso es. Creo.
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