lunes, 7 de julio de 2014

OYENDO - 48

Oyendo
Por Jorge Arturo Diaz Reyes, 6 de julio de 2014

Los primeros contactos que tuve con la fiesta fueron auditivos, no visuales. Conversaciones de mi padre y sus amigos. Competencias de recuerdos, a cual más brillante, admirable, o espantoso.

Pero sentidos, presenciados, vividos. Nada de citas. Las referencias de terceros no valían, las lecturas tampoco. El estuve ahí, fui parte, no el me contaron, era lo esencial.

Ahora pienso, no entonces, que tratándose del yo, en aquellos enfáticos relatos, la imaginación suplía la memoria, la retórica el rigor, y el estiló la trascendencia. Literatura oral. 

Por fuerza, el pequeño universo de acontecimientos taurinos, regionales los más, nacionales los menos, obligaba repeticiónes y variaciones. Aceptadas. Literatura, sí.

Nombres de plazas, ganaderías, toros, toreros, lances, trances, cogidas, cornadas, estocadas, broncas, triunfos, hazañas, vergüenzas... palabras y palabras, caían en oídos, infantiles construyendo un espacio irreal, habitado por imágenes no vistas, donde algo común les infundia contenido, respeto y devoción.

Ese algo, no sabía qué, trascendía esas historias, haciéndolas conmovedoras, admirables, dignas de haber sido vividas y contadas, una y otra vez.
Luego descubrí que como las escritas en los libros, aquellas habladas también estaban unidas por unas mismas, tres o cuatro ideas. Y leí de alguien, quizás de Borges, que la literatura toda gira sobre unos pocos temas. Constantes preocupaciones humanas. Honor, valor, vida, muerte... dan sentido, engrandecen y hasta  sacralizan hechos que sin ellas no serían más que insensateces. Eso era. Eso es. Creo.

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