Con los
propios ojos
Por Jorge Arturo Díaz Reyes 19 de mayo
2015
La
corrida es rito presencial. Hay que estar ahí, vivirla como parte de la
congregación y la comunión. Otrora, los fieles impedidos de acceder se
apostaban en sus alrededores (Tendido de los sastres) para desde fuera
participar de los preámbulos, oír los ecos y ver salir los despojos. Algo les
tocaba.
Pero
a 8.311 kilómetros de la plaza (línea recta) no se tiene ni siquiera esa
oportunidad. Hay que resignarse a la versión electrónica; satélite, internet,
informática... Tecnología que maravilla pero no logra traducir a plenitud el
misterioso lenguaje de los toros.
Este
año, forzado a llegar tarde, he intentado consolarme siguiendo así con atención
distante y nostálgica los comienzos de la temporada madrileña. Vano intento.
Sin
embargo, la lejanía, que resta detalle, compromiso emocional y efecto de masa,
permite visión panorámica, frialdad e individualidad. Otro ángulo de toma, como
dicen los camarógrafos.
Otra
manera de mirar las cosas, a vuelo de pájaro, por encima de los primeros planos
que como los árboles a veces pueden tapar el bosque, y los contrastes del
paisaje.
Desde
acá, se divisan por un lado trapío, armas, entrega, heridos leves, graves y muy
graves. Por otro, protestas y ditirambos; no y sí, verdad-falsedad,
riesgos-ventajas, evolución-involución...
Y
en medio, como una montaña, una evidencia. Si las cogidas y cornadas repartidas
entre 19 de abril y ayer hubiesen ocurrido durante los 16 años de la “Edad de Plata”
seguro tendríamos en estos 16 festejos de Madrid, más mártires que en cualquier
periodo de aquella era pre-antibiótica y heroica.
Esta
sangría, sobrenadada por once orejas otorgadas (no contando rejones, claro),
para unos exageradas, para otros insuficientes, y esas valoraciones animosas,
contradictorias, insinúan que algo más de lo transmitido está pasando allí
entre toros, toreros y testigos.
Quizá
sea ese algo aún indescifrable para la telecomunicación. Ese algo que siempre
hubo que ir a buscar con los propios ojos.
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