Por Jorge Arturo Díaz Reyes 12 de mayo 2015
Dicen que hubo una "Época de Oro". Si a eso vamos, quizá varias. Al menos cuatro diría yo. La de Pedro Romero, Costillares y Pepe Hillo, que fundamentó la corrida moderna. La de Lagartijo y Frascuelo, que la depuró. La de Joselito y Belmonte, que la sofisticó. Y la de “El Cordobés”, que la masificó. Además de unas cuantas de plata, claro.
Por supuesto, habrá quien crea que hubo más, o menos, o
ninguna. Qué importa. La historia, según el cristal con que se mire, y los
rótulos, a gusto del rotulador. ¿Cómo llamarán la nuestra? No sé.
Para quienes den crédito a los que hoy, dentro y fuera, condenan todo, posiblemente pasará como la “Época del apocalipsis”; no
toro, no toreo, no toreros,
no afición, no público,
no verdad. ¡Nada! Solo ellos en su delirada
pureza.
Para quienes crean la historia oficial, seguramente quedará como “Era paradisíaca”; llena de toros artistas, donde “se toreó mejor que nunca”, los dioses bajaban a la tierra cada rato entre diluvios de tinta, seguidos por rebaños fervorosos que copaban ciudades coreando loas, y la imagen virtual resplandecía como único valor.
Pero no faltarán los que a
sabiendas de que la literatura
taurina es
reino de la hipérbole, caven
bajo ese detritus
de oprobios y
lisonjas, y encuentren los vestigios de la realidad
que
fuimos. Una edad más en que la fiesta lidió como en otras con el mundo que le tocó
vivir.
Que tras la picaresca, las pantomimas publicitarias y el mercadeo (recursos de sobrevivencia), estuvo la recia complejidad de siempre, alternando la virtud con el pecado, el valor con el miedo, la gloria con la vergüenza, lo sublime con lo vil.
Sol y sombra de su vieja esencia, razón de su fuerza, su verdad y su hondo significado como rito de vida y muerte. Y entonces quizás concluyan que por habernos y haberla traicionado la matamos.
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