VIÑETA 527
Ernest Urtasum, ministro de Cultura español en el Senado. Foto: El Diario |
Hace una semana, Ernest Urtasum, ministro de Cultura de España, asistió al Senado para ratificar su afirmación de que la tauromaquia es “actividad injusta, sádica y despreciable, que nada tiene que ver con la cultura”, y respaldarla con: “Que hay una mayoría de españoles que no comparten el maltrato animal”.
Victorino Martín, presidente de la Fundación Toro de Lidia, terció en defensa de los millones de agraviados con una sólida y argumentada carta, invitando al ministro a dialogar.
Parecería entonces un asunto entre españoles, una cuestión de gobierno y política nacional. Pero no, los insultos, las descalificaciones y el sofisma con que se pretenden justificar trascienden las fronteras. Agreden a muchos más, no solo a los españoles, pues tocan con las concepciones universales de cultura, libertad, democracia.
Nos agrede a todos. No solo a quienes el alto funcionario excluye de la cultura, por “padecer” de cultura taurina. Lo cual contestó muy bien Victorino. Sino que paradójicamente al excluirnos nos incluye. También pertenecemos a la “mayoría que no comparte el maltrato animal”.
Y con más razones demostradas. La tauromaquia no es solo arte, es más un culto a los animales y la naturaleza toda. El credo y la liturgia con que se cría y sacrifica en franca lid el toro de lidia, superan en cuidado, respeto y amor a los que los humanos han dispensado y dispensan a cualquier especie sobre la tierra. La corrida es un rito de honor. Una tragedia, en el concepto griego.
Pero, aun así, considerándonos miembros de esa mayoría no maltratadora, no participamos de la opinión ministerial de que la democracia sea el gobierno de quienes opinan, como dijo el revolucionario norteamericano Thomas Jefferson, que el 51% tiene la potestad de lanzar por la borda los derechos del otro 49%.
El toreo del cual hay testimonios prehistóricos ha sobrevivido milenariamente a muchos prohibidores y seguramente lo haga a la procacidad de un funcionario público (propiedad pública) de cuya gestión quizá no quede ningún recuerdo pasados unos años.