Por Jorge Arturo Díaz Reyes. Manizales, enero 5 de 2019
Paseíllo en la Monumental. Foto: Camilo Díaz
Afición única, feria única, ciudad única, plaza única. Manizales, al filo de la cordillera central, es hoy el más firme baluarte de la fiesta en Colombia. Su leal guarnición, en la cual militan todos los sectores sociales, culturales y económicos ha mantenido la Monumental invicta en sus 68 gloriosos años.
Desde aquel domingo 23 de diciembre de 1951, cuando el caraqueño Antonio Bienvenida, y los sevillanos, Manolo González y Alfredo Jiménez partieron ruedo para lidiar la corrida inaugural de Mondoñedo. Mientras al mismo tiempo, ese día, moría sin vejez, en la lejana Buenos Aires, Enrique Santos Discépolo, el poeta más hondo de la otra obsesión manizaleña; el tango.
Un toro, el de Gutiérrez, que no se parece a ninguno. Quizá encaste propio ya. Una idiosincrasia, la de la tierra. Una convicción, fiesta es fiesta. Un credo, el arte por el arte. Un grito, el ¡Ay Manizales del alma! Desafían comparaciones, críticas, incomprensiones y modas. Es la identidad, que por otros lados palidece.
Cuando la mayoría de las plazas del país han cerrado y las que resisten han reducido sus temporadas. Estos no ceden. Ni un paso. Mantienen sus siete festejos íntegros, esta vez de domingo a sábado. Justificados, además, por el carácter filantrópico de la empresa y su integración con el Hospital Infantil, que proclaman que aquí la tauromaquia va más allá de lo lúdico, lo ritual y lo utilitario.
Desde siempre, gentes de diferentes latitudes copan por estos días la capacidad de albergue, público y privado. El comercio se dispara. La celebración es total y “toda la feria es un río” que arrastra su avalancha festiva, cosmopolita, arrancada de distintas regiones y países vertiéndola en una semana sin penas, cuyo fragor parece recitar mezclados los versos de Discépolo y los de su himno torero:
Manizales rumorosa, bajo tu cielo de rosa canta el viento su alegría… Vení, poné la mesa y escondé ese lagrimón.
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