Por Jorge Arturo Díaz Reyes. Cali, enero 29 de 2019
A mediados del siglo XIX, un emprendedor curita montañero, Pío Miranda, párroco de Ayapel, obtuvo del Concejo Provincial de Cartagena privilegio para la “apertura” y usufructo de un camino de herradura sobre la vieja trocha que conectaba las ganaderas y ardientes “Sabanas de Bolivar”, en la costa atlántica colombiana, con el interior de la escarpada y entonces mediterránea Antioquia. El acaudalado minero José Vásquez fue su socio en la empresa, que además obtuvo miles de hectáreas baldías y derechos de peaje.
Las gordas reses costeñas, pagando cada una cuatro reales, acometían el empinado, largo y tortuoso “Camino Padrero”, para llegar flacas y ser vendidas en tierra paisa, donde luego, recuperadas y revalorizadas, producían buenas ganancias.
Junto con la economía, el toro, animal icónico desde la temprana colonia en aquella región caribeña, se repotenció, ahondando su marca en la mitología, la leyenda, el lenguaje, la tradición, la música, la danza, el sombrero (vueltiao), el folclore, las fiestas, la literatura, el arte, la cultura en general. Celebración y síntesis de todo aquello es la corraleja, patrimonio cultural de la nación.
Escritores como García Márquez, compositores populares como Pedro Laza y pintores realistas como Gatencio le han rendido tributo. Enero es su mes propio. Y en este que termina, por toda la vieja comarca bolivariana, que ahora ocupan los jóvenes departamentos de Córdoba y Sucre, han vuelto a correr los toros en la tarde, a la tumultuosa usanza pregoyesca, y en la noche, sobre la misma tierra, las bandas, el fandango y la rueda del cumbión a prolongar la fiesta.
Sampués, Magangué, Chinú, Ciénaga de Oro, Planeta Rica, San Juan Nepomuceno, Nechí, Arjona, Cereté, Carrillo, Tenerife… dan por estos días, en sus plazas hechizas, muchas más corralejas que corridas formales da todo el territorio nacional durante un año y así mismo lidian muchos más toros y convocan mucho más público. Se puede afirmar con certeza que la mayor actividad taurina colombiana es esta.
Pero también que comparte con las otras tauromaquias, hostilidades y enemigos. Grupos culturizados (que no cultos), urbanitas melindrosos, políticos avispados, “civilizadores” de ocasión… las condenan y desde su autoasignada “superioridad moral” exigen, con más desprecio e injuria que razones, la prohibición inmediata.
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