VIÑETA 541
Vuelta con niños
Jorge Arturo Díaz
Reyes 9 IX 2024 Ayer en
Salamanca, tras doblar el sexto del Vellosino, que se resistió mucho, y del
cual don Carlos Miguel Hernández concedió a Borja Jiménez esa oreja, más
generosa aún que la que le había dado del tercero y que llevaba consigo atada
la puerta grande, saltó alegre y retozona una docena de niños al ruedo para
compartir la vuelta. Quizá espontáneamente, quizá no.
Luego, cuando
cargaron también a hombros con Miguel Ángel Perera por una regalona segunda del
cuarto, único cuatreño de la grande, dispar, mansa, floja y noblota corrida, la
parvada creció y se puso en cabeza de la procesión triunfal con una elaborada pancarta
que decía “Juventud taurina de Salamanca”. Prueba de que había preparación.
También había un “Palco infantil”.
Bueno, eso no
importa. Con invitación o sin ella estaban ahí, alborozados, tocando los trajes
de luces, correteando alrededor de los toreros. Los niños viven la corrida con esa
frescura con que no se vuelve a vivir jamás.
Solo, frente a la
pantalla contemplando escéptico su emoción vinieron recuerdos de mi lejana
infancia. Tenía cinco años, mi hermano Jaime cuatro. Corriendo subimos las
gradas de la plaza, adelantados a nuestros padres que nos gritaban
advertencias. Desembocamos en el vomitorio, riendo, con los ojos como platos. De
golpe sentimos el sol, el gran espacio circular, el colorido, la música, la multitud
festiva y flotando en el ambiente, aquella mezcla de incertidumbre, miedo y arrojo...
Yo le tenía de la mano. Entre todas las personas presentes, era el único con
quién realmente compartía esa experiencia primera en la vida. No podíamos
imaginar lo que nos esperaba.
Siete semanas
atrás, junto a su lecho de muerte, contemplando su envejecido rostro agónico,
ya inconsciente, su imagen infantil, tan feliz y asombrada de aquella vez me
acompañaba, nos acompañaba. Tomé de nuevo su mano. Había pasado toda una vida,
dos vidas, muchas faenas, muchas cosas que nunca adivinamos y ese momento
seguía ahí, entre los dos. Ese momento en que nadie nos dijo que no debíamos
sentir lo que sentíamos, y si nos lo hubiesen dicho no lo hubiésemos creído.
Los niños de la pantalla
se fueron entreverados con los adultos que integraban el cortejo por razones
menos inocentes. Para ellos la tarde de toros había sido estupenda por el solo
hecho de haberlo sido, y seguro lo seguirá siendo en su memoria, aunque les digan
que no.