Verónica de Curro Romero. Pintura. Foto: www.platayoro.com
Hace tres
días, cumplió años Curro. Noventa insoslayables. La prensa, las redes, la
afición lo han evocado multitudinariamente. Vida y obra, hombre y torero, genio
y figura. Fechas, datos, hechos. Cada uno su Curro, tu Curro, mi Curro. El que
han percibido directa o indirectamente. Entre la idolatría, no pocos regodeados
más en los oscuros que en los claros del cliché que flota en el imaginario
colectivo. Las
“espantadas”, lugar común en las semblanzas. “Mañana vendrá a verte tu
madre…”, “Artista en esquivaralmohadillas…” El apresamiento
en Madrid por negarse a matar un toro. Su estoque incierto. ¿Fue acaso un
cobarde? --Di algo
Curro, di algo… --¿Pero yo que
voy a decir? --Me sonreía y
ya está. --La timidez
mía es de Romero, de mi padre... Siempre he sido de muy pocas palabras. Pocas, pero
suficientes para llenar esas casi cuatrocientas páginas autobiográficas, que le
dictó a Antonio Burgos. Ese largometraje: “Curro Romero maestro del tiempo” (hora
y media) de hace dos años, y otros documentos en los que se ha retratado tan
desnudamente como en sus muchas lidias. “Creo que
soy valiente, pues con el miedo que paso, soy capaz de vestirme de torero, ir a
la plaza, y a veces hasta de estar bien”. Sincero siempre, modesto siempre,
parco siempre. Dentro y fuera del ruedo. No ha podido ni ha querido mentir, darse
importancia. Así ha sido, así ha oficiado, así ha vivido. Así lo expresa. El toreo
es miedo, valor, triunfo, fracaso. El toro a veces gana. Porqué disimularlo.
¿Cuál cobardía? Esa transparencia,
esa vulnerabilidad, esa falibilidad humana contrastando con sus creaciones
sublimes, ha sido la dura piedra sobre la cual el currismo ha levantado su
iglesia, su sufrimiento, su gozo, su fidelidad. “Creo que
donde de verdad me siento es con el capote…, el capote pequeño, las manos cerca
de la esclavina, la distancia justa, (cada toro tiene la suya). El pecho por
delante, hundido en las piernas, cargando la suerte, graduando la velocidad,
acompasando los brazos y la cintura, yendo tras la embestida, toreando con todo
el cuerpo, muchas veces. No siempre se logra, pero es magnífico cuando surge la
pureza.” (La verónica según Curro Romero, Todas las suertes por sus
maestros, José Luis Ramón). “Lo que
hace Curro con el toro, no lo hace nadie sin el toro” señaló José María
Recondo hace años en San Sebastián. Cinco puertas del príncipe en Sevilla,
siete grandes en Madrid. Y una vez, en el hotel Alfonso XIII, Antonio Ordóñez quejándose
a Manolo Vásquez tras una corrida con un Curro deslumbrante: “Bueno Manolo ¿es
que tú y yo no sabemos torear con el capote?”. Yo también
tengo mi Curro. Cómo tantos, he estado en ocasiones cerca de él,
reverentemente, sin atreverme a importunarlo. Le he visto torear en Colombia primero
y luego en España. Debutando en Cali el 29 de diciembre de 1964 con toros de
Fuentelapeña, junto a Pedrés y El Cordobés, (que arrasó aquella tarde). Fueron
tres sus corridas en esa feria. La última el primero de enero cortando una
oreja igual que Pepe Cáceres y Paco Camino. Y antes, en Manizales, enero 29 del
61 con toros de Juan Pedro Domecq, cuando inspirara ese titular del diario “La
Patria” cuyo recorté guardo por ahí: “De hoy en adelante, las verónicas no
se llamarán verónicas sino romerinas”. Niño sin
estudios, torero lóngevo, viejo semidiós. Glosa sin saberlo quizá a Epicuro y
Schopenhauer, discurriendo lenta y humildemente ante la cámara: “Lo que ha pasado
ya pasó. La soledad no me cuesta, no me peleo con ella… Sabes que te tienes que
morir, ya lo sabes, pa´qué vas a pensar en eso... Pero quisiera ser eterno para
reirme”.
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