VIÑETA 517
¿Existió
Belmonte?
¿Fue acaso el mismo que las crónicas, la tradición, la historia, nos han puesto en la imaginación? ¿Existió ese “Belmonte”, otro del Juan Belmonte García, de carne y hueso?
¿Existió El Pasmo de Triana, El Terremoto? El que toreando así no podía vivir tanto. “El triunfador del mundo y de sí mismo, que al borde —un día y otro— del abismo, supo asomarse impávido y sereno”. Como lo cantó Gerardo Diego.
El desprovisto, feo, debilucho, que aprendió los terrenos lidiando sementales en tinieblas. Para luego de su alternativa-petardo, ir a subvertir el orden, confrontando al dinástico Joselito, “Rey de los toreros”, cumbre de lo conocido, y a sostener con él ese duelo mortal, “Edad de oro”. Tránsito del romanticismo a la modernidad, que ya ocurría en la literatura, el arte, la ciencia, la técnica, la cultura toda.
¿Existió ese patético revolucionario que elevó el toreo de los pies a los brazos, del corazón a la cabeza, del verso a la estrofa, del combate al arte? El que derrotado y humillado en Madrid aquella tarde legendaria de 1917, salió del fondo de su vergüenza, peguntándose ¿Pero es que no soy nadie? A oficiar “con toda el alma” esa faena fundamental del parar, templar, mandar, ligar y cargar. Esa que dicen cambió la tauromaquia de una vez por todas...
Replanteando la doctrina y la liturgia. Prolongando la faena, la permanencia, la quietud y el riesgo en pro de la belleza y la emoción. Haciendo que durante la cruenta “Edad de plata” sus apóstoles murieran a montón tratando de hacer lo mismo. Siniestralidad y estética que obligaron a “ennoblecer“ (genéticamente) al toro.
¿Será cierto? ¿Existió ese torero lector tal como se auto relató a Chaves Nogales tres décadas antes de matarse? Aquel sepultado a regañadientes bajo la escueta lápida de suicida, en el católico cementerio de San Fernando. Muy a la vuelta (detrás) del regio mausoleo de su rival.
Ese de la cicatrizada cara y la triste sonrisa prognática. Ese del retrato de Zuloaga, la estatua de Triana, el pasodoble de Sánchez Jiménez, la infinidad de fotos, dibujos, películas, cuentos, ensayos, libros, ditirambos, invenciones. Ese que desentrañó el rito: “Hacemos a un toro en veinte minutos lo que la vida hace con nosotros”. Y otras tantas cosas que se le atribuyen. Ese, del que dijo Hemingway: “Es el hombre que mejor conoce su oficio”, y del que después, cuando idolatrado, pero sin amor feliz se pegó un tiro, agregó: “hizo bien”.
¿Existió el sempiterno citado, el constante imitado? El de la evocación trágica, la media belmontina, el molinete belmontino, el natural belmontino, el toreo belmontino...
¿Fue? O nos habita una ficción, una leyenda. Un mito, en el que queremos creer, porque necesitamos creer. Y como con tantos otros (mitos), de no haber existido tendríamos que haberlo inventado.
¿Existió El Pasmo de Triana, El Terremoto? El que toreando así no podía vivir tanto. “El triunfador del mundo y de sí mismo, que al borde —un día y otro— del abismo, supo asomarse impávido y sereno”. Como lo cantó Gerardo Diego.
El desprovisto, feo, debilucho, que aprendió los terrenos lidiando sementales en tinieblas. Para luego de su alternativa-petardo, ir a subvertir el orden, confrontando al dinástico Joselito, “Rey de los toreros”, cumbre de lo conocido, y a sostener con él ese duelo mortal, “Edad de oro”. Tránsito del romanticismo a la modernidad, que ya ocurría en la literatura, el arte, la ciencia, la técnica, la cultura toda.
¿Existió ese patético revolucionario que elevó el toreo de los pies a los brazos, del corazón a la cabeza, del verso a la estrofa, del combate al arte? El que derrotado y humillado en Madrid aquella tarde legendaria de 1917, salió del fondo de su vergüenza, peguntándose ¿Pero es que no soy nadie? A oficiar “con toda el alma” esa faena fundamental del parar, templar, mandar, ligar y cargar. Esa que dicen cambió la tauromaquia de una vez por todas...
Replanteando la doctrina y la liturgia. Prolongando la faena, la permanencia, la quietud y el riesgo en pro de la belleza y la emoción. Haciendo que durante la cruenta “Edad de plata” sus apóstoles murieran a montón tratando de hacer lo mismo. Siniestralidad y estética que obligaron a “ennoblecer“ (genéticamente) al toro.
¿Será cierto? ¿Existió ese torero lector tal como se auto relató a Chaves Nogales tres décadas antes de matarse? Aquel sepultado a regañadientes bajo la escueta lápida de suicida, en el católico cementerio de San Fernando. Muy a la vuelta (detrás) del regio mausoleo de su rival.
Ese de la cicatrizada cara y la triste sonrisa prognática. Ese del retrato de Zuloaga, la estatua de Triana, el pasodoble de Sánchez Jiménez, la infinidad de fotos, dibujos, películas, cuentos, ensayos, libros, ditirambos, invenciones. Ese que desentrañó el rito: “Hacemos a un toro en veinte minutos lo que la vida hace con nosotros”. Y otras tantas cosas que se le atribuyen. Ese, del que dijo Hemingway: “Es el hombre que mejor conoce su oficio”, y del que después, cuando idolatrado, pero sin amor feliz se pegó un tiro, agregó: “hizo bien”.
¿Existió el sempiterno citado, el constante imitado? El de la evocación trágica, la media belmontina, el molinete belmontino, el natural belmontino, el toreo belmontino...
¿Fue? O nos habita una ficción, una leyenda. Un mito, en el que queremos creer, porque necesitamos creer. Y como con tantos otros (mitos), de no haber existido tendríamos que haberlo inventado.
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