El jueves, hace cuatro días, leí en el portal Tendido7.co, dirigido por mi
querido amigo Guillermo Rodríguez, el siguiente titular: “Sale licitación
del IDRD para la Santamaría mutilando la esencia de la corrida. Habrá
propuestas para no perder la historia y advirtiendo la supremacía de la Ley 916.”
Intrigado, continué hasta la última letra de la noticia. Toda una
declaración de principios, o mejor, de no principios. Para empezar, la sigla IDRD
corresponde al Instituto Distrital de Recreación y Deporte organismo de la
Alcaldía de Bogotá. Entidad esta desde la cual durante las últimas dos décadas se
han ejercido e incitado todas las formas de antitaurinismo, pese a que
paradójicamente dentro de sus obligaciones figura la de proteger y administrar
la Plaza de Toros de Santamaría. Propiedad de la ciudad, de toda la ciudad, no
solo de una minoría exclusionista. No ser aficionado no implica ser antitaurino
ni perseguidor. De entrada, la definición y la adscripción que del cometido de la plaza se hace,
es ignorante y equívoca. La corrida de toros no es “recreación” ni es “deporte”.
No. Es un culto, un arte y una tradición. Lo cual además está reconocido,
legitimado y legalizado en su integridad por la historia, la costumbre, la Constitución
Nacional (Ley 916 de 2004) y hasta el cansancio por la Corte Constitucional. Pero nada, el Concejo bogotano, jerarquía de nivel municipal, y hoy de
bolsillo valga decirlo, para la actual alcaldesa gracias al tornadizo juego de la
política, se declara por encima de lo nacional, se pone al margen de la Corte y
de la ley, y en uso de sus facultades folclóricas inventa otra corrida. Cabestrea la cultura, legisla otra liturgia, lanza una bula, declara
herejes a los fieles y manda bajo “estricto cumplimiento” que se “toree”, pero sin
banderillas, puyas ni muerte del toro (en el ruedo). Y como de por medio está
la rentabilidad del edificio, el Instituto de lo que no es la plaza de toros, abre
arrendamiento de una posible temporada, máximo con tres festejos y en su fabricada
modalidad. Sin el primer tercio (de varas), sin el segundo tercio (de
banderillas) y sin el tercer tercio (de muerte). No a la esencia, no a la suerte suprema. No el sacrificio ritual del toro, cara
a cara, en ceremonia pública y con oportunidad de defensa. No, que lo burlen y luego,
a escondidas, indefenso, en la sordidez de los destazaderos, le asesinen igual
que se hace todos los días en los mataderos con los miles y miles de vacunos mansos
“para consumo”. Un contundente manifiesto, acorde con los tiempos que corren,
para los cuales el respeto, el honor y la sinceridad son valores en desuso. Habiendo dinero de por medio no
faltarán quienes compitan por explotar el “modernizado” espectáculo, con el argumento
de “no perder la historia”. Falso, esa no es la historia, esa es otra historia.
Por mi parte, si es que lo montan, me declaro impedido moralmente para ir. No asistiré.
No seré cómplice bajo ningún concepto. Ni en la gloriosa Santamaría ni en
ninguna parte. Si en eso van a convertir el milenario culto, como ya pasó en
Quito, mejor no.
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