Por Jorge Arturo Díaz Reyes 10 de febrero del 2015.
Publicada por www.burladero.tv
Puerta 9. La Macarena, Foto: J. A, Díaz Reyes |
Estas las
cultivó con religiosidad. Llevó la primera del oído al alma y del alma a la
interpretación, en la cual a fuerza de hábito alcanzó maestría. Tocaba para sí.
Tanto profundizó que sin ánimo de lucro se hizo constructor artesanal. No quiso
morir sin terminar la última. Hizo ambas cosas y después lo cremaron, sin
pompa, como había pedido, como había vivido.
La otra le
apasionó desde niño, jugando al toreo, alistándose como acomodador en los tendidos de la vieja Macarena
de Medellín para ver todas las corridas. Luego, adulto devoto, dejando por
años un rastro de plata en las taquillas e incubando largamente un
fundamentalismo ascético, que al final no encontraba toro, torero ni toreo
suficientemente puros.
A
comienzos del 2003, la demolición de la vieja plaza y la muerte de su padre y
compañero de corridas marcaron la ruptura. Fue su última temporada. La idea que
sublimó del rito llegó a serle incompatible con la realidad y decidió no
volver. Nunca.
Decía el
gran "Guerrita" que resulta más difícil hacer un buen aficionado que
una figura del toreo. Por tanto, perderlo también debería ser más doloroso, digo yo. Sin
embargo no es así, el retiro y la muerte de las figuras sacuden la fiesta con
estruendo. Se las llora y canta por siglos. Mas a los buenos aficionados, que igual
se retiran (a veces) y mueren (siempre), se les ignora.
Álvaro fue
mi amigo. En estos años de su ostracismo voluntario, nos encontrábamos las noches después
de las corridas, me pedía que se las contara. Escuchaba paciente, callado,
moviendo escéptico y tal vez nostálgico su cabeza de artista. Nada más.
Últimamente habíamos dejado de vernos. No pudimos despedirnos pues abandonó la
vida de pronto y en silencio, tal como doce años antes abandonó la devoción que
le significó tanto.
Su muerte
me duele, pero sé que no afectará la fiesta. Su apostasía sí, porque la culpa, la
estigmatiza, la identifica con sus impostores, y sumada con la de tantos otros creyentes que
hastiados de sufrirlos reniegan, podría llegar a destruirla. Primero que los
antitaurinos.
Que bonito Jorge
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