VIÑETA 466
Diez
toreros
Jorge Arturo Díaz Reyes, VII 25 2022
Hacer listas de preferencias es un hábito, expresión de nuestro instinto
taxonómico, pero también un derecho. Cada
quien puede hacerlas de: gustos, comidas, bebidas, paisajes, hoteles,
canciones, amigos, flores, pinturas, ciudades, novelas, películas…, lo que sea,
cualquiera vale. Libertad personal.
Cómo a tantos aficionados, me viene hacerlas cada rato
de: toros, ganaderías, faenas, plazas, libros, música taurina…, frecuentemente
diferentes, confieso. Y ahora, una de toreros, muertos o retirados, que yo viera
en muchas ocasiones y cuya condición de tales me haya conmovido particularmente.
No pretendo decir los “mejores”. Aunque varios de
ellos quizá cabrían en muchas antologías de los últimos setenta años, edad de mis
recuerdos. Aquí van en orden de aparición.
Antonio Ordóñez. Cuando niño le vi debutar en la Santamaría de Bogotá
(1952), inauguró mi afición, la marcó y luego con su trascendencia como torero
puro y valeroso la honró. Hemingway lo inmortalizó.
Joselillo de Colombia, además del afecto paisano, por ser el primero que justificara
la categoría de figura nacional nuestra, y hasta su fin uno de los principales defensores
y promotores de la fiesta en el país.
Pepe Cáceres, por su torería 24 horas al día, todos los días. Por su
estética. Por su desnuda humanidad en el ruedo, alternando la vulnerabilidad
con el arrojo, la vocación con el empeño y el fracaso con el triunfo, hasta la muerte.
Curro Romero, que más allá de la divinización sevillana, estremecía
con la sublimidad de sus pequeñas obras y el estruendo de sus inhibiciones. Pero
sobre todo por la esencia, como tituló su biografía Antonio Burgos.
Paco Camino, por su tauromaquia de gran solidez, embebida de sabia
andaluza en una versión muy propia e insoslayable. Las cuales no lograron embotar
su temperamento ni el aseguramiento empresarial.
Manuel Benítez “El Cordobés”, su irreverencia interpretaba fielmente la de nuestra
entonces joven y rebelde generación, convirtiéndolo en fenómeno cultural mundial.
Quizá quien más universalizó el toreo, como cantó Gerardo Diego.
Santiago Martín “El Viti”, la
ritualidad, la honestidad, la pulcritud. Auténtico maestro en todos los
momentos de la lidia, aun en los menos felices. Su presencia confería grandeza
y reverencia a la corrida. Lo de S.M. (su majestad) no era solo apócope de su
nombre.
Eloy Cavazos, su autenticidad mexicana, su alegre valor, el hacer
de sus faenas fiesta. En la plaza de Cali (mi ciudad) dejó recuerdos de amor
propio, hombría, capacidad, y combatividad que no se borrarán.
José Mari Manzanares, porque a lo largo
de su carrera me ofuscó el no encontrar en él ese arte prístino que pregonaban casi
todos, y una tarde al fin, logré, como Saulo camino de Damasco, verla.
César Rincón, héroe de carne y hueso. Ahí está su leyenda. Forjada
en las plazas del mundo. Su verdad rompió las adversidades. Como escribió
Joaquín Vidal en 1991: “era el toreo eterno, nada más que eso”.
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