Por Jorge Arturo Díaz Reyes. Cali, marzo 19 de 2019
El presidente ordena la ejecución de la suerte suprema |
El domingo pasado en Valencia, cuando en medio de la ruidosa y mayoritaria petición de indulto, el presidente D. Pedro Valero Fernández asomó el pañuelo avisando por segunda vez a Sebastián Castella que el tiempo reglamentario de la lidia terminaba y que solo quedaba un minuto para cumplir con la suerte suprema del rito milenario, el destino del gran toro quedó sellado.
Ya no viviría mucho más de lo que había vivido. Ya no procrearía con múltiples parejas ocasionales una larga descendencia, que presuntamente prolongaría en el tiempo las bravas y nobles virtudes de su talante ni los caracteres anatómicos de su tipo, menos alabados.
Respetuoso, el matador francés que había mostrado sin ahorro la grandeza del toro, lo estoqueó con honor. El tiro le arrastró en una vuelta reverente y el drama terminó. En el ruedo, pero continúa y continuará más allá mientras haya memoria y mientras los hombres se vean reflejados en él. Como sucede con los grandes dramas de Esquilo, Sófocles, Shakespeare… Porque la fiesta de los toros es eso, una tragedia. Solo que real, no fingida.
Y todos los que vivimos la de Horroroso, en la plaza o a distancia, salimos al tiempo felices y tristes. Algunos incluso contrariados y hasta rabiosos. Más aún de como sucede a quienes reviven las clásicas en el teatro, en el cine o en la televisión. Es la catarsis que Aristóteles nos explicó hace dos mil trescientos y tantos años.
Esa necesidad humana de pasar por la pena y el alivio de la “purificación” espiritual, de redimir una y otra vez el carácter trágico de la vida. En ello está la vigencia de los cultos, el teatro y los toros, ritos hermanos. Hoy, cosas de la cultura globalizada (negar la muerte), muchos la soportan y hasta la disfrutan y aplauden representada, imaginaria, simbólica, histriónica, virtual. Y pese a que la ven, como asunto de otros, a toda hora en los noticieros, no la soportan real, frente a sí.
La de Horroroso los horrorizó. Porque creyeron poder “salvarlo”, por unos años. Dejarlo morir por decrepitud en vez de a plenitud, en la forma ceremonial, gloriosa y perdurable como lo hizo en el ruedo.
Los más cantantes de los protestantes; aficionados de élite, profesionales, críticos… la tomaron con la presidencia, poder conferido por el pueblo. Esgrimieron en su contra el plebiscito espontáneo del público (mayoría circunstancial). Invocaron la diversión como fin máximo de la corrida. Y su pensamiento como el de “los que saben”. “La muerte es fea” dijeron.
Están en todo el derecho a expresar su personal comprensión y sentimiento de la fiesta, por supuesto. Lo respeto altamente, pero me preocupa y mucho el destino inmediato de ella orientado en esa dirección. Discúlpenme.
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