VIÑETA 508
Jorge Arturo Díaz Reyes, 17 VII 2023
Francisco Espada ante “Picasso”. Fotograma: Mundotoro TVEl valiente puede ser destruido, pero nunca derrotado. Era el furor que animaba los personajes del narrador norteamericano. El heroísmo de los modestos en sus patéticos fracasos y sus oscuras glorias. Proclividad que para unos taxonomistas literarios lo rotula como romántico tardío.
De haber estado él en Las Ventas ayer seguro habría salido muy conmovido porque la corrida contuvo muchos de los elementos emocionales con que construyó sus relatos, y que hicieron cumbre en su magistral cuento torero “El Invicto”, el cual también se desarrolla en Madrid imaginariamente hace más de un siglo, en la plaza vieja, la de la Fuente del Berro.
Cómo se parecen la escena final de su relato y el epílogo de Francisco Espada con el quinto, “Picasso”. En medio de la bronca feroz, por una minoría, que infamaba el valor y la verdad de una faena a la que había llegado con el traje agujerado por el tercero. A la segunda bernadina de colofón, vino la terrible cogida. Terrible, sí. Enganchado por el muslo, corneado de nuevo, tirado por los aires, apuñaleado y arrojado a la arena como un guiñapo. Le quitaron el toro, le recogieron y corrieron con él a la enfermería, no se sabía en qué condición. Hasta los desalmados enmudecieron, y en el culposo silencio parecía flotar la exclamación postrera de “El invicto”: “!¿Habéis visto hijos de perra?!”
La tarde tuvo ese tono tan duro. Tres toreros necesitados, uno, el confirmante, sin apoderado siquiera, en una plaza desértica, por la soledad y por el clima. Jugándose todo, como si les fuera la vida en ello, frente a un cinqueño, armadísimo y encastado encierro de Robert Margé que marcaba antigüedad y territorio.
De no haber sido por la televisión, el drama apenas lo hubiesen vivido los pocos asistentes. Entre los cuales estaba, también presenciando su primera corrida, un famoso paisano del escritor; Dwight Howards, estrella que fue del basquetbol en la NBA y quien, como él hace un siglo, presenciaba su primera corrida. Dijo al final ante las cámaras,
—!Wonderful!— en su acepción “terrífic”, supongo.
Se toreó mucho y de verdad. Fue una gran corrida. Las veletas y astifinas cabezas ponían un selló de autenticidad en los embroques, y su bronco talante, que hacía muy costoso picarlos, banderillearlos y estoquearlos, cotizaba el ponerse y el quedarse ante sus astifinas arremetidas. Todos tres, cada uno a su modo, lo hicieron, y además templaron, ligaron y mandaron en terrenos minados.
Todos tres a su turno, sintieron los pitones en la piel. Molina en el cuello Jiménez en la barriga y Espada en todas partes. De milagro el saldo no fue más cruento. Las seis faenas tuvieron contenidos de alta calidad y belleza mientras los toros atacaron, y cuando se defendieron fueron enaltecidas con la proximidad y el aguante. Ninguna perfecta, cierto, eso no existe sino en la mente de los tontos y de los fanáticos. Pero todas hubiesen merecido premios de no haber fallado en la tan difícil y peligrosa suerte suprema.
Fue una tarde dura como tal vez quiso decir el enorme Howard, y seguramente hubiese dicho también Hemingway, “maravillosa”... por lo modestamente heroica.
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