Viñeta
355
El año próximo…
Foto: http://artesaniasdecolombia.com.co |
Esta es una historia
verídica. El parecido con personas, lugares y circunstancias de la vida real es
el mayor que tras tantos años alcanza mi memoria. Sucedió a comienzos de los
años cincuenta del siglo pasado en una distante población paramuna de la
cordillera oriental colombiana, cuya unión con el mundo era una carretera estrecha,
serpenteante, fangosa y abismal por la cual cada tercer día escalaba quejumbroso
un bus destartalado, veterano de guerras lejanas, que, si el tiempo lo permitía,
bajaba el día siguiente.
Su puerto era la explanada
central de tierra pisada, verdadero “espacio multiuso”; de encuentro, de juego,
de fútbol, de mercado, de retreta, de procesiones, de ferias, de toros y la
mayor parte del tiempo, plácido solaz y estercolero de vacunos, equinos, perros
y moscas.
También, una vez al
año, escenario de la fiesta patronal. Esa víspera, recuerdo, había mucho
ambiente y visitantes rurales. Pequeños toldos de lona blanca, esparcidos por
los márgenes, alumbrados con lámparas de petróleo, exhibían maravillas, coloridas
y olorosas golosinas, fritangas, refrescos, licores, apuestas tentadoras... Un par
de parlantes roncaban corridos mexicanos, de los de la revolución.
En el centro, cerrada
y oscura, compitiendo en tamaño con la iglesia, se levantaba muda la estructura
circular de madera que habían estado claveteando durante un mes; la plaza de
toros. Misteriosa y lista para la corrida del año.
Los toreros habían
llegado con sus bultos en el viaje de la mañana. Una multitud curiosa les
acompañó hasta su hospedaje improvisado en la alcaldía. No había hotel. Para
qué. Las empuñaduras de las espadas que asomaban y las puyas eran la mayor
atracción.
Los matreros, traídos
desde los cálidos y lejanos llanos, aguardaban inquietos en sus cajones. El jolgorio
se prolongó, hasta el frío amanecer, cuando entre la neblina el cura y los
monaguillos, provistos de imagen e incensario, cantaron alborada por las pocas
calles.
A las dos, después
de misa, la parroquia colmó el graderío bajo un cielo grisáceo. Arriba, los músicos
resoplaban pasodobles criollos y el alcalde con ademanes imperiales ordenó soltar
el primer toro.
Zancudo, viejo,
sarmentoso, cicatrizado y cornalón. Provocó una explosión de júbilo y
triquitraques. El anunciado Santiago Velandia, hombre moreno, maduro, de cara cortada,
holgado en un percudido traje azul, otrora de luces, le salió al paso con ademán
solemne, intentando un lance por alto. El animal percatado se paró en la mitad
de la suerte y punteó un par de veces en busca del hombre que desistía, luego
lo ignoró.
La escena se repitió
y la tarde se fue yendo por el mismo cauce. Los toros tuvieron muertes tan poco
épicas como sus lidias. El entusiasmo y el miedo tras cada salida, dieron lado
a la chacota. Chillidos, aplausos y risas competían, sin que los músicos
descansaran. Los momentos de más regocijo fueron los de inminencias, correteos
y volteretas, que las hubo. Al final nadie salió herido, salvo en el amor
propio. Eso aligeró los ánimos.
Ya en la noche,
Santiago, indemne, con sombrero campesino, ruana y rostro inexpresivo, se agregó
al bazar acompañado de su gente. Sentados en una de las cantinas improvisadas
trasegaban aguardientes, fumaban tabaco cerrero y escupían, rodeados de
curiosos que no les perdían palabra, reviviendo improbables hazañas, explicando
que la faena es a cómo es el toro y prometiendo desquite para el año próximo —Si
es que nos contratan —apuntó socarronamente uno de los banderilleros.
—Claro que sí —respondió
el coro envalentonado por los relatos y las belicosas canciones que volaban perdiéndose
sobre los tejados y las negras crestas.
Pero no, nunca los
contrataron. Pocas horas y kilómetros después, el fatigado bus, que había esperado
al fin de fiesta, desapareció quizá cegado por la lluvia en el hondo precipicio
de la Curva ciega, con todos sus ocupantes, toreros incluidos. Ni la corrida ni
su trágico epílogo llegaron a noticia de última hora en la capital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario