Viñeta 326
Murió en domingo
Al amanecer. Al tiempo con el duro epílogo de la temporada en España. Su agonía no le dejó redactar un último “Panorama taurino”, que incluyera cómo también a esa misma hora, lejos, en Madrid y Zaragoza se debatían entre la vida y la muerte Gonzalo Caballero y Mariano de la Viña cruzados por los toros.
De haber podido hacerlo póstumamente lo hubiese hecho sin mencionar su propio deceso. Noticioso, nunca noticia, se hubiese omitido así mismo una vez más. Vivió para la fiesta, no de ella. La habitó, la celebró y la sufrió con fervor, fidelidad y desprendimiento. Dentro y fuera de las plazas.
Esa pasión de fan lo empujó al periodismo no profesional, no remunerado, no dependiente, pero siempre al servicio de cómo la concebía, cómo la prefería. Sin timidez ni claudicaciones.
Aficionado liberal, más dado a la innovación que a la conservación. Amigo de cuanto según él contribuyese a mantener el culto vigente, su sistema, su aparato, su funcionamiento. Aún a costa de la tradición y el canon.
Así, honestamente adhirió causas que predicó con denuedo y luego le desilusionaron. Pero nada, era hombre de paz, duro en la convicción, blando en el afecto, tenaz en la batalla, pronto en el perdón, de risa fácil y mano tendida, de fuertes hombros y paso firme. Nunca guardó rencores. Y si ganó el de algunos jamás les dio importancia.
Miembro fundador de la Asociación de periodistas taurinos del occidente colombiano (Astauros) y su revista, fue motor silencioso, sin el menor afán de protagonismo. Habitual de las ferias, vivía las corridas desde la mañana en los apartados hasta la siguiente madrugada cuando tras terminar los programas radiales y televisivos remataba sus minuciosas crónicas.
Aquel hombre de alma provinciana que vio a Rincón recibir un día… de mayo en Las Ventas, a “Santanerito”, se fue del todo. Sin volverle cara al enemigo interno que lo destrozó. Enrique Avilán murió como un valiente.
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