Viñeta 227
El tiempo es toro
Por Jorge Arturo Díaz Reyes. Cali, 14 de noviembre 2017
Cañaveralejo. Foto: Camilo Díaz |
Es que hay límites fisiológicos. Tras dos horas de la tensión sostenida que impone una corrida (buena o mala) en el espectador, aparece fatiga, irritabilidad, atención dispersa y dolor glúteo.
La sabia tradición lo ha ritualizado. El preámbulo breve del paseíllo, seis lidias lógicas con sus intermedios cortos, precisos, la despedida de las cuadrillas y pare de contar. Salvo, accidentes, eventualidades climáticas, indultos o devolución de toros, poco, muy poco más de 120 minutos.
¿Por qué se alargan inmisericordemente? Por dos razones. La desmesura en las faenas y la congelación de sus intervalos. La primera, una perversión al concepto belmontista del último tercio en el cual el muleteo ha pasado a llamarse por sí solo “la faena”. De ser sobria preparación litúrgica del sacrificio, se ha hipertrofiado a coreografía protagónica que determina su valor y recompensa, en desmedro de las otras dos terceras partes. Incluso de la suerte suprema, que cada vez cuenta menos.
“Pasan y más repasan los toros hasta extenuarlos para luego abalanzarse sobre ellos y estoquearlos” Advertían los ortodoxos dieciochescos cuando “Costillares” entronizó el volapié. Tenían razón. El animal sagrado debe llegar con fuerzas al último encuentro. Es cuestión de honor.
La otra causa de morosidad es usar el momento ceremonial, funerario del arrastre para manipular. Demorar el tiro descaradamente para dar tiempo a los orejeros de acorralar al presidente. Pero también para mercadear, sacar publicidad, cortar las vueltas al ruedo colgándole propagandas oportunistas al triunfador, y para colmo, el exhibicionismo de los areneros en algunas plazas que quieren convertir su virtuosismo con el rastrillo en otro arte de insufrible lentitud.
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