Odio taurológico
Por Jorge Arturo Diaz Reyes 08 de septiembre del 2014
Incitar al odio y la violencia contra grupos
o personas por su origen, raza, religión, pensamiento, gustos... es un
agravante de cualquier crimen, pero también un crimen por sí mismo. La Unión
Europea ha instado a luchar contra esta "lacra" y a incluirla como
delito en los códigos penales.
Algunos paises lo hacen, otros no. No hay
unanimidad en el mundo, porque la discusión jurídica es honda y toca el derecho
a la libre expresión, pero es indispensable mantenerla para una sociedad
multicultural globalizada, en la cual el uso del odio y sus horrorosas
consecuencias, tan viejo como la civilización, en lugar de disminuir aumenta.
Pues en esta esta época superpoblada y
ultracompedida, es un discurso fácil para captar adeptos, lanzar campañas, beneficiar
intereses, empujar causas. Exime de argumentos ir a los instintos, excitarlos.
Rotular, despreciar, discriminar, befar al otro, al diferente; injuriarlo,
agredirlo, eliminarlo.
La guerra santa desatada en Bogotá contra los
toros por el alcalde Petro, ha abundado en esto. Las injurias públicas desde
sus líneas a los aficionados como, sádicos, bárbaros, borrachos, pervertidos,
torturadores, asesinos, han obtenido la respuesta que perseguían, ahondar el
enfrentamiento, agudizar la contradicción, aumentar la intolerancia mutua.
Sacar el debate de lo racional a lo visceral.
Entonces han sonado también con encono,
desde las trincheras de los “prohibidos”, las recriminiciones a su pasado
insurgente, a las tragedias que produjo la guerra en que participó (y continúa),
y la descalificación en globo de toda su gestión como alcalde, para
complacencia de muchos rivales políticos suyos, tan o más antitaurinos que él.
Colombia lucha hoy por la paz, por el cese
del rencor, por hallar una salida civilizada de su inveterada guerra, se cree
con derecho a esa ilusión. El fomento del odio ideológico, en este caso del odio
taurológico, va en contravía, no importa
que se haga con el pretexto de la paz animal.
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