Sarcófago romano de Medea 140 D.C.
Museo Altes de Berlín. Foto: Flickr
“El
mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas
había que señalarlas con el dedo.” Y ya existía el arte. Y quizá entre los
primeros, el de torear. Las más
antiguas trazas de auto conciencia, pensamiento abstracto, ficción…, fueron marcas
no utilitarias, de divagación, autoría, ornato, tal vez. Paredes cavernarias,
pedruscos, huesos, quizá la propia piel... Arte. Y el heredado
sentido estético de la recién nacida inteligencia, rasgo diferencial del homo
sapiens, valoraría seguramente facultades vitales para la manada, en la caza y el
combate. Librar el zarpazo, la tarascada, la embestida. Afrontar el riesgo. Reducir
la violencia. Conducir la fiereza. Humanizar el mundo, para uno y para todos. Y al conmoverse
y conmover haciéndolo, cada vez con más eficacia, originalidad, dominio, propiedad,
arrojo y repetición; descubrir, sorpresa, placer, gratitud colectiva,
recompensa. En la derrota del miedo, en la sumisión de la inmensa y amenazante fuerza
del entorno. Eterno asunto humano Y en ese
paso de lo irracional a lo racional, de lo sensorial a lo sentimental, de ir por
necesidad y emoción a la sublimidad, a la sacralidad, a la entronización del animal
y su potencia. Icono del azar, del hado, de la fatalidad. De la lucha perenne a
vida y muerte. Y al arrobo
dionisiaco ante la conjunción de la máxima gracia con el máximo compromiso. Como
en efecto sucedió. Y andando el tiempo y el espacio, a compás de la evolución cultural,
a la faena. La ritual obra de arte de la tauromaquia moderna. Cuya larga
historia sintetizara Unamuno: “Cavernario bisonteo, precursor del rito
trágico que culmina en el toreo.” El arte que
es todo. Esa pulsión con que el mono desnudo quiere siempre abarcar el universo
interno y externo. Lo bello, lo feo, lo bueno, lo malo, lo justo lo injusto, lo
cierto, lo incierto, lo alegre, lo triste…, lo humano, lo inhumano. Arte cuyo
pasado remoto apenas podemos vislumbrar en burilados de piedra, hueso, marfil... O intuir: en
el ocre sobre rostros nunca vistos, en la mueca, el gesto, la pose, la danza
espontánea. En el placer y el sufrir de los colores, la forma, el volumen, la
textura, la imitación, el ritmo, el dibujo, el aroma, el sonido… En aquellas primitivas
creaciones (obras), eversiones del yo a la percepción del otro, de los otros,
hasta hoy. Las mismas cosas
y hechos que siguen llenando los museos, los teatros, las plazas. Y las más
reales y auténticas fundidas en el ancestral arte de torear. Catarsis purificadora
del rito dramático, la tragedia, que nos explicó Aristóteles. El arte del hombre
a muerte, frente a su destino, (el toro). Como ante sí mismo, en las tragedias isabelina,
bretchiana, griega… Medea,
matando a sus hijos, para evitar que manos odiadas los maten más cruelmente. No
es “lindo”, no es de “buen gusto”, no es “chic”, es horrible. Pero es arte,
profundo, contundente, al interior de lo humano. Hoy, a 2.500 años de su
estreno para la olimpiada 87 de Atenas, Euripides nos sigue abrumando, sumergiendo
en eso abismal, tremendo, inexplicable, que subyace bajo las formas, la coreografía,
las luces. Quedarse solo
en ellas, en el empaque, lo superfluo, lo bonito…, tendencia dominante
posmoderna. Reducir el valor estético a la utilidad. Omitir el todo por la
parte. Privilegiar la impostura, el ornato vacío. El eslogan, la pose. No tocar
lo esencial. Ir solo al instinto, a la percepción prehumana. Hacer el arte
leve.
Hace mucho
tiempo, mucho, aunque no suficiente para ser siquiera un destello en la eternidad,
nuestros comunes antepasados africanos echaron a andar. Migraron y migraron,
buscando como ahora, salir adelante, vivir mejor, progresar… El mundo es ancho
y es nuestro. Con tan acuciante instinto y conveniente justificación, avanzaron
hasta los confines sintiendo, compitiendo, contaminando, depredando, preguntando,
aprendiendo, haciendo, proliferando, matando, muriendo... Era la primera “globalización”,
así no se conociera el término... Y en ella toparon con el toro, libre, fiero,
potente, misterioso, temible. Se midieron con él, comulgaron con su carne y su
sangre queriendo parecérsele. Se es lo que se come. Lo sacralizaron, lo
adoraron, lo pintaron, le erigieron monolitos y templos, le cantaron, le
danzaron, le ofrendaron. Era la celebración de su milagrosa, corta y frágil
vida frente a la fuerza descomunal de la naturaleza encarnada en la divinidad. Altamira, Lascaux,
Mesopotamia, Egipto, Creta, Grecia, Roma, Galia, Ispania, y… América…, donde miles
de años después, traído, y soltado en sus vastas llanuras por otra ola de
migrantes, los adelantados del imperio español, en el que más tarde no se puso
el sol, (segunda “globalización”, llamada conquista). El homo sapiens ultramarino,
que había olvidado ese dios, habría de reencontrarlo, reverenciarlo, y para su fiesta
también aquí, levantarle plazas, como corralejas y como catedrales. Casi
cuatrocientos años de culto libre. Hasta que comenzaron las prohibiciones. En principio, militares: El general Ramón Freire 1823, en Chile. El
general Máximo Tajes 1888, en Uruguay. El general Adna R. Chafee (norteamericano)
1899, en Cuba. El general Juan Domingo Perón 1941, en Argentina. A más de las
temporales del general Porfirio Díaz 1876 a 1888, y el general Venustiano
Carranza 1916 a 1919, en México. Luego, hace apenas
medio siglo, a un economista de Harvard, le dio por llamar “globalización”
a lo que ocurría con el mercado mundial, y la palabra cundió a todo nivel. Sirvió
para todo, ya cuando íbamos para la tercera, la virtual, esta sí bautizada por la
desmemoria que la creyó primera. La misma que Marshall McLuhan había nominado
antes, “Aldea global”. Anticipándose
a la irrupción del Internet y la inteligencia artificial. Todos con todos y
con todo a una. El mundo es un pañuelo. Mejor dicho, un celular en el bolsillo.
Nada oculto, ni el pensamiento. Algoritmos estandarizadores de unos y ceros cobijan
y uniforman, en tiempo real. El futuro, no existe y el pasado pasó, anacronías
ambos. ¿Y la historia, la
tradición, los cultos, las culturas, subculturas, identidades? Bla, bla, bla… ¿Y
los grandes relatos, las creencias, los mitos, el arte? Igual. ¿Y el toro, sus fieles,
y su rito, la antidiluviana corrida, recreada en la modernidad del Siglo de las
luces, simultáneamente con la ilustración, la ciencia, la revolución industrial
y la democracia, qué? Barbarie, prohibida, prohibida, prohibida. Ya no por
generales, ahora por políticos empoderados periódicamente, que con un click quieren
“civilizar” a su turno los pueblos, formatearlos a gusto, reinventarles la
cultura. Rafael Correa en Ecuador 2011. Ricardo Martinelli en Panamá
2012. Justin Trudeau en Canadá 2019. Claudia Sheinbaum en México 2025 (corrida
incruenta). Gustavo Petro en Colombia 2024, con efecto a 2027. En los demás
países americanos, incluidos los Estados Unidos, no hay aún prohibición
constitucional, aún..., y en Europa ¿qué pasará? Imagino qué si nuestros andariegos ancestros africanos de
la primera diáspora resucitaran de pronto, se maravillarían de todo. Pero más, de
cuanto hemos logrado recortarnos la libertad. Y si miraran las guerras de hoy,
en directo como nosotros, fliparían de a qué punto hemos refinado nuestra
ferocidad, técnica y eficacia en el homicidio masivo. Bueno, eso quizá si se lo permitieran, la náusea de ver y
oler hasta dónde hemos ensuciado el planeta con nuestro progreso, y el asombro de
comprobar cómo nos absolvemos de todo esto exterminando el toro. Seguramente querrían desandar el camino para volver a
empezar. O a lo mejor ni siquiera haber empezado.