Juan de Castilla en Las Ventas. Fotograma: OneToro TV
Hay un trecho largo del popular barrio Castilla
de Medellín, al centro de la Castilla histórica, mar de por medio. Pero, para
un joven torero que busca confirmarse allí, ese trecho es más largo y tortuoso
y ese mar es más hondo y azaroso. Ayer Juan lo completó. En verdad, no lo esperaba mucha gente allá. En la
televisión, sí. Cuando le cedieron los trastos, fue al micrófono y dijo: “Por
mis viejos que están tan lejos, pero me han dado el motor para llegar hasta
aquí”. “Tronador II”, cuatreño, cárdeno, buenmozo de amplia cuna, con el aristocrático
hierro “Pablo Romero” a cuestas, lo miraba desde los medios, ajeno a sentimentalismos,
palabras y dramas íntimos. Lo que quería era pelea. Pero ya se había visto que traía
más ganas que fuerza para darla. Cayó y cayó en los primeros tercios. El
publico protestó y protestó, y don Ignacio Sanjuán Rodríguez, repantigado en su
elevado palco, lo ignoró y lo ignoró. Como hizo toda la tarde. Inexpresivo, en
uso de sus atribuciones legales y considerando aquí el que manda soy yo, dejó
pasar. Con el público de los pelos, al paisa no le quedó
de otra que apuntalar al defensivo blandengue con su templada muleta. Con tanto
acierto lo hizo que no volvió a caer y obedeció a media altura. Torear no solo
es potenciar las virtudes del toro sino resolver sus problemas. La concurrencia
que fiera clamaba devolución, se calmó y tanto agradeció que ya estaba lista
para premiarle. Pero pinchó y pinchó. Aunque siempre arriba eso sí. Nada. Le quedó entonces, última carta para marcar la
efeméride, el imponente “Preso” de la ganadería desafiante, Sobral, muy
cebadagago, en su empaque burraco de 590 kilos. César Rincón y su señora Natalia
le observaban desde el tendido. Y él, como una reminiscencia de aquel ya lejano
miércoles 26 de mayo de 2004, reaparición post-hepatitis del maestro bogotano en
Las Ventas, a plaza llena, con ese “Chiflado” torrestrella, (estábamos ahí,
Quinito II, Germán Wolff, que en paz descansen ambos, y yo). Tal cómo César
entonces, clavó pies en el platillo adelantó la mano y de muy largo aguantó el incierto
galope una y otra vez. El toro, igual que el otro, tenía sus intenciones y desviaciones,
que obligaban tragar y pagar caro cada una de las cortas pero intensas tandas
que impartió. Caras, caras, caras…, cotizadas por la dificultad,
el aguante y el riesgo asumido. Además, la estocada fue leal, en sitio y eficaz.
La petición de oreja ruidosa y mayoritaria. ¿Faltó un pañuelo? No creo. ¿Qué
faltó? Usía indiferente no dijo ni mú. De consolación, fervorosa vuelta con los
ojos encharcados. Bien, vale, si así fuese todas las veces. Pero de haberlo
sido, quizá no se hubiese concedido, ni el sesenta por ciento de las orejas
pastueñas y manirrotas que han abundado. El toro es la medida, ¿sí o no? Y otra cosa, cuando Octavio Chacón penaba por estoquear
al segundo, que se llevó dos avisos, el maestro de toreros Eduardo Dávila
Miura, exclamó: “hay que buscar los bajos”, y don Domingo Delgado de la
Cámara, maestro de aficionados, replicó, urbi et orbi: “pues claro que hay que
ir a los bajos”.
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