Viñeta
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Sogamoso 1987
Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali julio 21 de 2020
Pepe Cáceres, Manizales, Avenida Centenario. Foto: J.A. Díaz R. |
20 de julio, fiesta patria (conmemorativa
de la rebelión contra la “madre patria”). Ayer se cumplieron treinta y tres
años de la cornada mortal que le asestó “Monín” en medio del pecho a
Pepe Cáceres. Lo atravesó y estrelló contra la barrera despedazándole la reja
costal.
Sin rencores. Fue legal. De frente,
a vida por vida, en la suerte suprema y natural. Salieron muertos los dos. Mejor
el toro, allí mismo. Peor el torero que padeció 26 días terribles, comatosos, innecesarios.
De respiración artificial, sepsis y agonía. Tenía 52 años, treinta de
alternativa y aspiraba despedirse de Madrid en otoño. No llegó.
Hace ya un tiempo, peripatéticos
por la calle Alcalá recordábamos con Ricardo Díaz Manresa, su confirmación en
Las Ventas. Me dijo muy serio entre otras cosas: —Uno de los que lució con
mayor propiedad el traje de luces —Cierto, era y parecía torero.
Total. En la vida y en los tercios.
Le vi corridas de banderillear y picar con maestría. Aunque malogró con la
espada grandes faenas. Como escribió José Luis Suarez Guanes de aquellas dos, la
tarde en que Rafael Ortega y Antoñete, se lo presentaron a Madrid con toros de
Tassara. Le ocurrió no pocas veces. Los malquerientes, que su arrogancia
cultivó con frondosidad, lo hicieron clisé. Inmerecido, muchas más veces
redondeó con buenas estocadas triunfos irrefutables.
También ganadero y empresario simultáneamente,
fue de todo en los toros, pero sobre todo aficionado. Desde su niñez, cuando escapó
de casa y una cuadrilla de bufos, encabezados por Melanio Murillo “Pancho
Pistolas”, (luego su gran picador), lo descubrió en un destartalado bus intermunicipal
y le dio protección y escuela. El resto venía con él. Antonio Bienvenida, José
María Martorell y toros de Buendía le graduaron en Sevilla. Cortó una oreja.
Estilista por vocación y obsesión, de
ahí en adelante firmó su verdad con la sangre de innumerables cornadas. Pues
más que el estoicismo, la estética o la industrial regularidad que despreció,
la pasión fue la esencia de su toreo. Nunca dejó a nadie impasible. Transparente,
como un personaje de tragedia griega, vertía en cada escena toda su procesión
interna.
Arrastrado por el destino, buscó sin
tregua eso que imaginaba perfecto. Tenaz, lidiando consigo mismo, con el toro y
con el mundo. Entre el miedo y el coraje, la ilusión y el infortunio, la
felicidad y la desgracia sus tormentas interiores trascendían crudas al tendido.
En Colombia, durante las tres décadas de su carrera, no se podía ser sino cacerísta
o anticacerista.
Fui de los primeros, lo confieso.
Su torería, vulnerabilidad, terquedad frente al fracaso e increíbles resurgimientos
me conmovieron siempre.
Se casó tres veces. Con una reina
de belleza, con una cantante-actriz y con una pintora. En todas tuvo hijos.
Ninguno torero. Su ganadería cordillerana Campo Pequeño (santacoloma)
desapareció. Sus cenizas están en la Catedral de Manizales. Sus estatuas allí, en
Bogotá y Medellín han sido blancos de infames. Su recuerdo real se va yendo con
los viejos aficionados y su leyenda extraviándose por laberintos de habladuría,
tergiversación, y olvido.
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